martes, 31 de agosto de 2021

The Rolling Stones - Their Satanic Majesties Request (1967)





Este álbum de 1967 suele ser automáticamente descalificado como un mal intento por emular al Sgt. Pepper’s beatle; pero para nosotros, detrás de esta idea generalizada, vaga y no del todo cierta, se esconde una gran injusticia que contribuye a velar la faceta pop de los Stones, tan rica y tan infravalorada aún hoy. Basta con parar la oreja durante un rato con la colección de singles The London Years para comprobar la gran facilidad de los Rolling para facturar canciones de estructuras menos rígidas, más ricas, ingeniosas y en sintonía con la coyuntura sesentista que las del puro blues y rock and roll que les diera la razón de ser.

Swinging London, colorido, happenings, liberación, Blow up de Michelangelo Antonioni. En épocas en las que la experimentación parecía ser la norma, los “chicos malos” no quisieron perder el tren y, en el gran año psicodélico de la historia del rock, arrojaron en las bateas un álbum como mucho inspirado en el éxito de la aventura de sus rivales; ya que, musicalmente, fuera de la imitación, lo que registra no constituiría más que una expansión de horizontes ya ensayados en Between The Buttons (1967), solo que llevados al extremo y bañados de vaya uno a saber qué sustancias, vivencias, aprendizajes místicos. Dicho de otro modo, aquella comparación con la gran obra de los Beatles podrá haber tenido algún sentido en su momento, pero cuatro décadas después, la verdad, casi que no deja de sonar a facilismo… recordemos que el disco —en pleno siglo XXI— sigue representando un desafío para todo fan que se precie de tal.

Como en tantos otros discos del momento, en Their Satanic Majesties Request el quinteto recurre a una instrumentación variada y a estrafalarios trucos de estudio a la hora dar rienda suelta a sus nuevos delirios. En ese sentido se destacan el arrebato sónico de “Citadel” —totalmente adelantado a las sonoridades que explorará la nueva psicodelia de los ’80 y ’90— y, del mismo modo, “In Another Land”, cuyo desarrollo evoca un estado de ensoñación marítimo reforzado por un trémolo que hace burbujear la voz de Bill Wyman. Como dato de color, esta página deudora de Los viajes de Gulliver será la única pieza de todo el repertorio Stone compuesta y vocalizada por su bajista histórico. 

En la misma línea de pop lisérgico se agrupan “The Lantern”, “Gomper” (de tintes orientaloides) y la sideral “2000 Light Years From Home”, donde a pura pincelada de Mellotron persisten estos Stones desconocidos para el gran público, habituado a crudos guitarrazos y a los gestos huraños que se destacaban en los posters de jóvenes de todo Occidente. Asimismo, el imaginario futurista de ciencia ficción persiste en el country eléctrico de “2000 Man”, que KISS convertirá en éxito una década después.

Como era de esperar en un álbum de estas características, ambas caras se reservan extensos momentos de desvaríos improvisados. Los amigos Lennon y McCartney aportan en el coro de “Sing This All Together” (“Abran la cabeza y dejen que las imágenes lleguen”), excéntrica apertura que, dentro de toda su insanía tribal, conserva un mínimo de orden en comparación con su reprise extendida “Sing This All Together (See What Happens)”, cuyo final irrumpe justo en el límite de lo soportable. Empero, tras una pequeña muestra de cintas empalmadas y un fantasmal Theremin, que amenaza con continuar la locura ad eternum, aparece “She’s a Rainbow” para sacar el barco a flote, nada menos que una de las melodías más bellas generadas por los Stones en su larga carrera. Allí unos finos arreglos de cuerdas (comandados por el futuro bajista de Led Zeppelin, John Paul Jones) se retroalimentan con coros country, un estribillo demoledor y todo el colorido posible que Mick Jagger fue capaz de plasmar en sus buenas y a menudo subestimadas líricas.
  
Sobre el final, y al igual que en los trabajos de numerosos colegas, el conjunto incurre en cierto exotismo imperial al incluir la canción tradicional paraguaya “Pájaro Campana” como leitmotiv de “On With The Show”. Esta clausura a medio camino entre el teatro de variedades y el circo no haría más que reforzar el carácter de disco maldito que Their Satanic cargará al menos hasta la década del noventa, cuando grupos como Primal Scream y toda la nueva psicodelia inglesa inclinara la balanza del amor y el rescate por sobre la del odio y el olvido al que el disco parecía condenado desde su aparición.
 
Rechazo que comenzó, en realidad, en el interior del grupo mismo. No es complicado, de hecho, rastrear la propia opinión (negativa) de los Stones sobre esta obra —sobre todo la de Keith Richards—,  sin embargo, el quinteto fue rápido de reflejos: una sola pasada al excelente sucesor, Beggars Banquet, sumado al single “Jumpin' Jack Flash”, alcanza y sobra para comprobar que era ahí donde los Rolling lograban hallarse con lo que realmente ellos sentían que sabían hacer bien, donde se hizo carne el espíritu de vuelta a las raíces extendido entre los colegas, una vez pasado y pisado todo el mambo del verano del amor. 
 
Como John Wesley Harding de Bob Dylan, como el White Album de los Beatles, o Sweetheart of the Rodeo de los Byrds —por poner unos ejemplos—, tanto Banquet como Let it Bleed (1969), y circunstancias penosas como el alejamiento y posterior muerte de Brian Jones, indicaban que allí no había mucho lugar para transiciones ordenadas. Se venían tiempos “duros”. Era hora de que otros agarraran el guante y de que cada uno volviese a donde pertenecía.


Links: 
The Rolling Stones - Aftermath (1966)
Jefferson Airplane - After Bathing At Baxter's (1967)
Primal Scream - Vanishing Point (1997)


lunes, 2 de marzo de 2020

Salvapantallas — “Como antes” (single)


Como siempre, Pop is Dead llegando temprano a todos lados. No conformes con postear cada muerte de obispo, lo hacemos con una interesante banda recién disuelta, el muy joven dúo cordobés de electropop conformado por Zoe Gotusso y Santiago Celli, quienes hace un tiempito y tras unos pocos años de carrera han decidido tomar sendas personales.

Salvapantallas cuenta con un solo larga duración, SMS (2018), donde hasta se dieron el gusto de colaborar con Jorge Drexler (una de sus probables influencias) en el notable track y potencial hitazo “Me conecto”; pero también se acreditan unos cuantos singles como este, dotados de un persuasivo instinto melódico y delicados arreglos de teclados que acunan la buena voz de la vocalista. Bon appétit !



miércoles, 19 de junio de 2019

Alanis Morissette — Supposed Former Infatuation Junkie (1998)



Palabras más palabras menos, a los 21 años la canadiense Alanis Morissette ya tenía la vida resuelta. Había tocado el cielo con las manos gracias a Jagged Little Pill (1995), disco multiplatino con el que dio el volantazo al rock tras un inicio ligado al dance-pop. Entre guitarrazos huraños y una correcta actualización del porte de singer/songwriter, aquel muy buen álbum —hoy considerado un clásico— la presentó a la nación alternativa de MTV como una especie de Sinead O'Connor de la generación X, una portavoz que escupía en kilométricas letras todo su descontento hacia su entorno, su vida, su cuerpo y sus amores con una sinceridad brutal. 

Sin embargo, cuando los ejecutivos le pidieron señales de vida tras unas merecidas vacaciones, Alanis se borró del mapa y dejó el barco a merced de singles como “Head Over Feet” y su gran video —en el que aparecía solamente ella en primer plano, a cara lavada, favoreciendo a un viejo amante por los servicios prestados. Recién cuatro años después aparecería en las tiendas Supposed Former Infatuation Junkie (Supuesta ex-adicta al apasionamiento). En el medio viajó con su madre a la India y, a la vuelta, sin ninguna clase de apuro, volcó todas esos aprendizajes un extenso conjunto de canciones dignas de una sesión pública de psicoanálisis, con todo lo bueno y lo turbio que eso implica. 

Además de una serie de enseñanzas espirituales, la cantautora había traído bajo el brazo todo un abanico de cuestionamientos que desplegó ante su público a través de una verborragia ahora compulsiva. Sirvan como prueba la portada plagada de palabras superpuestas a la risueña boca que las escupe, o los cuatro minutos de “Front Row”, absolutamente tomados por frases que emergen a borbotones al amparo de un oscuro manto tecnófilo. Lo mismo ocurre en “The Couch”, que recrea el vínculo terapeuta/paciente —o tal vez padre/hija— y su correspondiente hincapié en el poder sanador del discurso autorreferencial. Acorde con ello, Supposed despliega una musicalidad más suavizada que su antecesor, y el terreno que dejó vacante la distorsión ahora lo toma una electrónica apta para FM (“Can Not”, “I Was Hoping”, “Sympathetic Character”), a la que en varios pasajes se añade escalas arábigas a lo Zeppelin (“Would Not Come”). 

Pero eso no es todo lo que ofrecen los setenta y un minutos de esta Alanis hiperreflexiva: en “Baba” ella pisa los pedales y le aclara a los fans que aquel viaje iniciático la dejó con más preguntas que certezas, mientras que en “Are You Still Mad” pasa facturas a lo grande y recupera el aire furioso con el que se había reinventado unos años antes (“¿Seguís enojado porque te eché de la cama? ¿Seguís enojado porque te di un ultimátum? ¿Seguís enojado por haberte comparado con todos mis amigos cuarentones? (...) Claro que lo estás”). 

También la canadiense se entrega al folk confesional a la manera de Joni Mitchell y exhibe sin tapujos su costado más íntimo y vulnerable, como en “Unsent”, “Heart of the House” — dedicada a su mamá— o “Thank U”, donde parece tomar conciencia de lo bueno y lo malo como parte de una misma moneda (“Gracias India, gracias terror, gracias desilusión”) y en cuyo videoclip se pasea totalmente desnuda por una ciudad fría, gris e impersonal. La vida misma. 

Se dice que el segundo disco es el momento en que la persona exitosa se ve obligada a demostrar que allí había algo más que una feliz cadena de eventos afortunados, el punto en el que suele quedar expuesta la repetición de fórmulas ganadoras. Queda a criterio del oyente, pues, cuánto de eso había en Supposed Former Infatuation Junkie, pero lo cierto es que a la hora de poner los pies sobre la tierra luego de conocer en persona los sueños de la adolescencia, Morissette demostró versatilidad, talento genuino y, sobre todo, la altura suficiente como para sobreponerse a los potencialmente peligrosos efectos colaterales de una obra maestra. 


Links:
Dido — No Angel (1999)
The Cranberries — Bury The Hatchet (1999)
Pauline Croze — Ne Rien Faire (2018)



lunes, 26 de noviembre de 2018

Tres días de humo y música: el fiasco del 3 Day Rock Festival (Estadio Ferrocarril Oeste, mayo de 1996)

Revista Pelo, nro. 489, 1996



Para decirlo en unas pocas palabras, la década del noventa en la Argentina fue un período en el que así como podías comprarte la última tecnología a buen precio y pegarte un buen viaje al exterior, también era posible que al regreso, valija en mano, te encontraras con que te habías quedado sin laburo. Y peor aún: al momento de la búsqueda de un nuevo sustento para comer y pagar las deudas, podías darte cuenta de que las reglas del juego habían cambiado mágicamente en favor de una tecnocracia salvaje demasiado interesada en una nueva juventud flexible. Sí, el país finalmente había entrado en la modernidad tirando dólares a la calle, pero a costa de la venta del patrimonio del Estado y del desmantelamiento de la industria traducido en un violento proceso de pauperización de las clases trabajadoras. 

Sin embargo, sería necio omitir que ese turbio clima de “lluvia de inversiones” tuvo su parte buena en el campo musical, que implicó, entre otras cosas, una inédita afluencia de artistas extranjeros y una también inédita puesta al día con las ediciones discográficas. En otros términos, no sólo los flamantes discos se editaban en simultáneo, sino que había grandes posibilidades de que las bandas vinieran a presentarlos aquí mismo, en la lejana y caótica Buenos Aires. Mientras tanto, con los avances en las comunicaciones y una incipiente Internet, la información llegaba cada vez más rápido y en mayor cantidad, al tiempo que, desde Miami, la versión latina de MTV operaba un fino trabajo de orientación de los gustos en favor de un rock “alternativo” ya convertido en norma, pasteurizado, apto para consumo masivo, sobre todo a partir de la trágica muerte de Kurt Cobain

En ese contexto, y a solo un año del debut de los Rolling Stones en Sudamérica —en lo que significó quizás el pico de lo que se podía esperar en términos de shows internacionales—, ocurrió algo que hoy, veinte años después, permanece muy cómodo en lo alto del ranking de las grandes estafas perpetradas en la historia del espectáculo rockero argentino: el anuncio, fracaso y cancelación del 3 Day Rock Festival, a realizarse en Ferro los días 24, 25 y 26 de mayo de 1996. Tres días de paz y música en los que se presentaría un ejército de bandas extranjeras emergentes, todas absolutamente desconocidas, más un puñado de locales en ascenso. Eran épocas de consumo febril, en las que todo lo que dijera “americano” o “internacional” constituía un potencial foco de atracción para bolastristes con unos cuantos pesos/dólares en el bolsillo; de manera que la lectura espaciotemporal proyectada por el oscuro promotor estadounidense Eric Carlo en ese inicio del ’96, parecía sobradora y oportunista pero no tan descabellada. 

Así, con el reluciente afiche bajo el brazo, Carlo, su secretaria argentina y una traductora se pasaron el primer trimestre del año asomando por cuanta redacción o estación de radio orientada al rock apareciera en la guía telefónica, ofreciendo un combo “irresistible”: nueve bandas americanas (incluyendo tres top underground U.S.A.), cinco jóvenes luminarias argentinas (2 Minutos, Los 7 Delfines, Peligrosos Gorriones, Juana La Loca y Parte del Asunto) y un precio promocional ($20 el campo para los tres días). Eso no podía fallar. O sí: las semanas volaban, la fecha se acercaba y Carlo y compañía sólo habían logrado cosechar un puñado de acuerdos de mutuo beneficio sellados a regañadientes, muchas miradas desconfiadas y, lo peor de todo, apenas unas pocas decenas de tickets vendidos. En rigor, el problema de fondo era que no sólo nadie sabía quién carajo era ese gringo atorrante que quería alquilar Ferro por un fin de semana entero y patear el tablero en el juego de la promoción de espectáculos musicales, sino que tampoco nadie tenía la más mínima pista de los artistas que desfilarían por el escenario de Caballito el siguiente otoño.

En tal sentido, Frank Blumetti, por entonces secretario de redacción de la revista Madhouse, que figuraba como uno de los auspiciantes del evento, recuerda: “Nuestro auspicio fue un canje publicitario, es decir, sin dinero de por medio para ninguna de las partes. Nos olía medio raro todo porque las bandas eran aún más desconocidas y fantasmonas que el cartel del Lollapalooza 2019, lo cual es muchísimo decir. Tampoco tuvimos mucho contacto con los supuestos organizadores, a decir verdad, y eran épocas donde la internet estaba pero aún no se usaba tan comúnmente como ahora para contactar bandas o chequear data”. 

Asimismo, Carlos Pelazzo, ex productor y operador de Radio La Tribu, refuerza todo el halo sospechoso que recubría al acontecimiento: “Un día me invitaron a la oficina de un productor que estaba organizando un festival. El tipo hablaba en inglés y tenía a alguien que le traducía. Me da un demo en cassette con lo que resultó ser un montón de bandas desconocidas, musicalmente muy malas, todas subidas al caballo del grunge. Entonces agarré el demo, fui al programa que yo producía y le dije al conductor, «mirá, a esto destrozalo, decí que es un desastre», así que medio que lo arruiné al aire. En esos días se comentó también que iba a cerrar Charly García”.

Suplemento Sí, Clarín, mayo de 1996.
Nótese, a la derecha, el epígrafe "Los prontuarios". ¿Profecía autocumplida?


Lo cual era estrictamente cierto. A medida que corría el calendario la organización se desmoronaba y los puntos de venta (el Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras, la cadena de disquerías Temas, y el propio bunker de la productora en el centro porteño) reportaban movimientos mínimos o nulos, lo que aceleró la activación de un plan de emergencia que incluyó una carrera inverosímil de descuentos y el anuncio “oficial” de un Charly García ya metido hasta el cuello en uno de los períodos más nebulosos de su biografía. 

Pero nada de eso salvó la integridad del 3 Day Rock Festival y, entre el cartel insignificante, el abierto desdén de la prensa y las ventas desastrosas, unos pocos días antes de su realización, Eric Carlo y su pequeño equipo de American Rock Ltd. literalmente desaparecieron del mapa, dejando como únicos rastros una deuda con el Club Ferrocarril Oeste por el alquiler del estadio, cheques sin fondos para las bandas argentinas y una oficina vacía en la calle Uruguay al 800. Amén de que los integrantes de Baby Alive, Brutal DLX, Eastgate o Mark Mason Band, si de verdad existían, jamás se deben enterado de que existía la posibilidad de presentarse en estas latitudes.

“El carácter trucho del evento no se le pasó por alto a nadie, por eso cuando se suspendió no fue la gran sorpresa”, dice Blumetti. “Nosotros habíamos hecho alguna que otra nota, si mal no recuerdo, pero más con espíritu de dejar en claro que éramos meros auspiciantes y no organizadores del evento. Al tipo apenas lo recuerdo, para ser franco. Como siempre, en aquella redacción yo estaba más preocupado por hacer que todos trabajaran y la revista saliera en fecha y sin errores, así que no tenía mucho tiempo para estos personajes”. 

Suplemento Sí, Clarín, mayo de 1996

Pelazzo coincide y entre risas admite que aportó su grano de arena para que esa cosa finalmente no se produjera: “Era muy oscuro; las bandas, terribles, no las conocían ni siquiera allá. Cuando me enteré de la cancelación me pareció una obviedad, pero igual me sentí medio culpable porque me había paseado por todos los programas de La Tribu destrozando al tipo este y a su festival. Bah, en realidad me sentí culpable por Charly. Después se dijo que el chabón hizo lo mismo en Paraguay, pero en verdad no supimos más nada”.

Lo cierto es que el 3 Day Rock Festival quedó en la (des)memoria como uno de los grandes fiascos de la historia del rock en argentina, una estafa que quizás no lo fue en virtud de las pérdidas, sino en tanto lisa y llana subestimación de un público argentino que para mediados de los noventa ya estaba bien acostumbrado a la posibilidad de ver a sus ídolos cara a cara y que no necesitaba tantos espejitos de colores, ni mucho menos un batallón de perfectos desconocidos tan solo portadores de una nacionalidad. O tal vez sí, pero al menos presentados con un poco más de dignidad.


Revista Madhouse, nro. 66, 1996



viernes, 2 de noviembre de 2018

William Basinski — The Disintegration Loops III (2003)



Seguramente alguna vez te preguntaste cómo reaccionarías si ocurriese algo repentino, grande, algo que quiebre ese tenso continuum cotidiano, pero no solo a vos, sino a todas y a cada una de las personas que habitan tu misma ciudad, región, país, o por qué no, al planeta entero. Algo como una gran nube de gas tóxico, una peste incontrolable, un apocalipsis zombie, una invasión alienígena, un ataque terrorista a gran escala. Algo así. Bueno, capaz que nunca te lo preguntaste, pero si no lo hiciste, creo que sería un buen ejercicio de imaginación. Lo recomiendo mucho.

Yo pienso que en casos así el común de los mortales —así lo ha demostrado The Walking Dead— optaría primero por sobrevivir, y luego, eventualmente y en el mejor de los casos, reacomodar su sacudida rutina de la manera más parecida a como era antes; esa sería la parte lógica, la aplicación práctica de los restos del deseo de vivir puestos al servicio de recuperar una parte de lo que éramos. Y también pienso que los artistas lo harían a su modo: es decir, llevando la alteración del orden a lo estético. Algunos lo harían a la manera de Paul McCartney —a quien en este espacio amamos y respetamos— como cuando, un día después del atentado del 11S, aullara delante del cuerpo de bomberos y policías de Nueva York un oportuno, chato y poco feliz alegato de defensa de la libertad, gesto del cual no tardaría mucho en arrepentirse. Otros lo harían de forma un poco más interesante. Se me viene a la mente Murray Street de Sonic Youth (2002), relacionado con el mismo acontecimiento, donde el combo neoyorkino hace de su arsenal disonante un ejercicio que se parece mucho a la limpieza del hogar luego de un saqueo.

En ese mismo septiembre de 2001, el compositor de formación clásica William Basinski —nacido en Houston en 1958— de pronto se vio en la terraza rodeado de sus vecinos, observando aterrorizados las columnas de humo y cenizas que provenían del World Trade Center y que caían sobre toda la ciudad de Nueva York con la implacable seguridad de los grandes antes y después de la Historia. Días antes de eso, Basinski, un ferviente admirador de vanguardistas como John Cage, Steve Reich y Brian Eno, había estado revisando viejos cassettes que contenían horas y horas de experimentos basados en repeticiones, loops y pequeñas melodías circulares de sintetizador analógico, hasta que descubrió consternado que, en el proceso de su reproducción en un aparato más moderno, la cinta magnetofónica registrada veinte años antes se deformaba, se estiraba, se deshacía al punto de provocar variaciones caprichosas, arbitrarias; el sonido, asimismo, se volvía progresivamente opaco, apagado. Semejante efecto lo perturbó. Eso significaba algo, algo importante. Y como si se hubiese orquestado una conexión cósmica, un (des)afortunado milagro, mientras digitalizaba y documentaba en una nueva cinta el proceso de descomposición sonora, el día 11 de aquel mes dos aviones se estrellaron contra los edificios emblema, a lo que Basinski reaccionó subiendo al techo con el equipo y los parlantes, y dando play. Hasta instaló una cámara fija apuntando a la humareda. Su obra maestra era una realidad. 

El primer volumen de The Disintegration Loops vio la luz en 2002, y las aceitadas conexiones del músico con el mundo del arte le dieron el tiempo y el espacio suficiente como para convertir esas intervenciones en verdaderos clásicos del ambient moderno. Al punto que por varios años más, cada aniversario del atentado sería conmemorado con una nueva entrega de canciones sin comienzo ni fin, casi invariables, misteriosas como una zona abisal.

De todas ellas es el volumen III es el que me interesa rescatar aquí. Basinski llega en esa edición al extremo de incluir una cinta literalmente desintegrada (“dlp 4”), aquella que tras algunos minutos de “normalidad” comienza a exhibir accidentes, pozos, roturas, interrupciones que avanzan conforme transcurre la pieza y van ganando el espacio paulatina pero inexorablemente, como un meteoro deshaciéndose en la atmósfera a cámara súper lenta, hasta que finalmente se impone un hilito de música cada vez más espaciado y luego... el silencio. El silencio y la negrura total. Al menos hasta que comienza “dlp 5”, cuya planicie introspectiva se extiende por cincuenta minutos; una verdadera eternidad en estos tiempos de bombardeo de estímulos, de griterío, de demolición de la privacidad, de opiniones que nadie pidió. 

Ahora bien, volviendo a lo que decía en el primer párrafo de este comentario, sinceramente, no tengo la menor idea de qué haría ante un hecho disruptivo como los que postulé, pero lo que sí puedo arriesgar es que aquella tragedia de impacto mundial le dio pie al prolífico Basinski para facturar las obras más destacadas de una larga carrera cimentada en una música fuera de tiempo, desconcertante, absolutamente inadecuada y revulsiva por todo lo que dice sin decir absolutamente nada. La banda sonora ideal para poner en altoparlantes el día que no quede nadie para escucharla o, parafraseando a Ray Bradbury, en la última noche del mundo. Que, a como van las cosas, podría ser en cualquier momento.


Links: 
William Basinski — The Disintegration Loops IV (2004)
William Basinski — Selva Oscura (2018)
Stars Of The Lid — The Tired Sounds of Stars of the Lid (2001)